Han pasado ya cinco años desde que dejé mis funciones de analista económico. Eso fue el 2004, cuando acababa de publicar mi primer texto literario y sentía el pecho rebosante de esperanzas por haber conseguido abrirme un mínimo espacio en la (no se rían) “industria cultural chilena”. Atrás quedaban siete años de seguir la coyuntura semanal, analizar las trayectorias pasadas y futuras del dólar, la producción industrial, las ventas del comercio, la balanza comercial. Pero, más que eso, dejaba atrás mi pertenencia a un mundo del que nunca me había sentido parte, no porque careciera de los conocimientos teóricos para ser un buen economista, sino por falencias evidentes en mi personaje. El aspecto canónico de corbata y terno, el pelo corto y el aire asertivo estaban, pero no cuajaban entre sí.
¿Por qué he decidido volver a la carga, ahora sin cobrar sueldo alguno, sin cumplir horario alguno, sin cuidarme la lengua y desde la marginalidad más absoluta de la disciplina? Pues porque los tiempos ameritan a un economista francotirador. ¿Cuánto soñé, en aquellos años, con ver el sistema de rodillas? ¿Cuántas veces no tuve que morderme la lengua, aunque a veces fuera capaz de deslizar una que otra punta?
No les cuento las veces que tuve que contener el asco al oír a los obispos y excelencias de la curia económica defendiendo la ortodoxia desde una altura ungida por las potencias divinas. Pues bien, ahora comienza mi venganza. Lean los diarios de la época, entre el 97 y el 2001, y sabrán a lo que me refiero. Verán como se fue construyendo este tinglado siniestro que hoy se desvanece ante nuestros ojos. Vean los diarios de esa época y las papadas autosatisfechas de los popes de la ortodoxia neoliberal. Entre ellos distinguirán a un personaje de lentes, algo mofletudo... Sí, ése soy yo, o sea, el Otro. Porque el economista marginal de ahora hará su pequeño aporte a develar qué esconde el lenguaje esotérico de los economistas, las cortinas de humo que emplean para no admitir lo que realmente ha ocurrido, lo que está ocurriendo y lo que podría ocurrir si los dejamos, nuevamente, hacer lo que se les antoja...
Magistral el tono y la adscripción a la literatura del desastre.
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