viernes, 7 de octubre de 2011
Economistas al pizarrón
En su brillante ensayo “La Ciudad Letrada”, el uruguayo Ángel Rama analiza la evolución del poder simbólico en América Latina, encarnado en el núcleo urbano de los que manejan la letra. Un núcleo que nace compacto (sacerdotes, escribanos, letrados y administradores coloniales) y se va ampliando con las modernizaciones republicanas. La prensa y la universidad amplían sus cuadros hacia el periodismo, la política, las profesiones liberales, etc. Pero Rama terminó su ensayo justo cuando un nuevo personaje se introducía en la ciudad letrada, al comienzo de manera silenciosa, para terminar dominándola desde arriba.
Ese personaje es el economista.
Durante décadas el economista fue un tecnócrata de segundo plano, que desde el Estado se encargaba de aterrizar y viabilizar decisiones políticas, léase inversiones en infraestructura, servicios públicos, emisión de dinero, etc. Su misión era hacer cuadrar los números, sin más ni menos.
Pero, a partir de la década de los setenta y durante todo el último cuarto del siglo XX, comenzó a dictar cátedra de cómo tiene que ser la sociedad. Más aún: cómo deben operar sus instituciones. Tal como los juristas y los teólogos de la ciudad letrada colonial, blindados por una jerga que solo ellos controlaban, los economistas secuestraron el debate y cooptaron la política. Al punto de que en países como Chile los ministros de hacienda eran los verdaderos jefes de gabinete. Tenía la última palabra en todo, desde la compra de un submarino al posnatal. Y si no lo hacía desde el Estado, se encargaba de hacerlo desde los think tanks financiados por las grandes empresas, los organismos multilaterales y la prensa mainstream.
La crisis mundial iniciada en 2008 ha demostrado que el rey estaba desnudo. Salvo honrosas excepciones (que no ocultan su filiación con el más grande de los economistas, John Maynard Keynes), hoy han perdido el cetro y su reputación está por los suelos. Quedó en evidencia que o no sabían tanta macroeconomía, o se hacían los tontos.
A nivel local, el debate sobre la educación está lleno de ejemplos de sofismas, distorsiones y desnudez argumentativa. Vea usted este documento del Centro de Estudios Públicos. A diferencia de sus colegas de Libertad y Desarrollo, está escrito en un tono relajado, sin estridencia ni mesianismo. Su conclusión es que la educación gratuita es regresiva. Si se subsidia a todos, el coeficiente de Gini (que mide las desigualdades de ingreso) cae marginalmente. Pero si se subsidia solo entre los deciles 1 y 6, la desigualdad cae más drásticamente.
Los autores, el ponderado y muy respetable Harald Bayer y la investigadora Loreto Cox, no nos muestran cómo operan estos cálculos, cuál es la cajita mágica (aunque la suponemos lógica y ajustada a la episteme). Omiten además toda consideración de justicia intertemporal y de evolución demográfica.
Pero lo más endeble es su análisis centrado en deciles. Porque el décimo incluye también a clase media-media, media alta, millonarios y multimillonarios. Chicos, una familia con ingresos de un millón de pesos no tiene rentas de capital y apenas alcanza a llegar a fin de mes. Pero para una familia como la del presidente Sebastián Piñera, la educación universitaria de sus hijos ya le sale (para efectos de su flujo de caja) prácticamente gratis en el esquema actual. Si a esas rentas galácticas se les gravase como corresponde a un país de la OCDE el esquema cambiaría. Y mucho. Porque se crea un flujo de recursos que seguirá financiando a generaciones enteras de chilenos.
Moraleja: la ciudad letrada de hoy necesita a los economistas, pero los economistas necesitan una cura de humildad, un juramento hipocrático, o ambos. Ahora. Ya.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Eso. Humildad y para todos, lo imploro.
ResponderEliminarAcertado, humildad para esos macucos
ResponderEliminar