lunes, 14 de mayo de 2012

Merkel, Lord Byron y el retorno de la dracma



Lord Byron murió el 19 de abril de 1824 en Messolonghi. Había viajado a Grecia para liderar la guerra de independencia y ser rey de une Grecia renovada y moderna, pero las rencillas entre los caciques mermaron su ánimo y sus defensas, contrajo malaria y los médico no hallaron nada mejor que sacarle sangre.

Un año antes Byron de moriri publicó su gran poema épico Don Juan, cuyo Canto II comienza así:

O ye! who teach the ingenuous youth of nations,
Holland, France, England, Germany, or Spain,
I pray ye flog them upon all occasions,
It mends their morals, never mind the pain

Dos litros de sangre le sacaron los médicos a Byron, según testigos presenciales. Una lección que no han aprendido los economistas ortodoxos, los paladines de la cura de austeridad que tienen a la Unión Eupea al borde del colapso.

La culpa, en todo caso, no es de estos economistas ortodoxos. Como los augures de la república romana, son adivinadores de signos que le dicen al César lo que este quiere oír. La culpa es de políticos como Ángela Merlel, que les han dado este crédito casi sacerdotal, hipotecando ante sus oráculos la acción política verdadera, la negociación realista que estima la devastación y los costos políticos de imponerle austeridad en el otro sin practicarla uno.

La debacle europea tendrá como símbolo el retorno de la comunidad imaginada, como la llamó Benedict Anderson. Aquella que se nutre del héroe militar, del artista de la lengua, de la flor o árbol emblemático que la La Unión Monetaria erradicó de las monedas y billetes comunitarios. Deben estar atentas las casas de moneda a la licitación ultrasecreta para imprimir dracmas. Apostemos porque los rostros que se imprimirán en las nuevas denominaciones: yo voy por Aristóteles, Platón, Kafavis y María Callas, aunque la lista es larga y la podrán engrosar deportistas, obispos ortofoxos y, por qué no, al propio Lord Byron.

Las alternativas de Europa son muchas menos que hace seis meses y Krugman las enumeró el fin de semana: seguir con el discurso de la austeridad y dejar que todo se vaya al carajo, o entrar directamente en el modo control de daños. O sea, meterse la mano al bolsillo y evitar que España y Portugal también busquen sus propias imprentas de billetes.

Merkel y el establishment UE están donde están por haber sido esclavos de una mentalidad cortoplacista y pedagógica. Nadie les explicó cómo operan los relatos colectivos. Nunca vieron que castigar al funcionario y al jubilado griego por las turbiedades de sus funcionarios era lo mismo que imponerle sanciones a Irán o a Cuba: una herramienta que solo activa el rechazo a las imposiciones externas. Porque los globalizadores nunca han entendido (o no han querido entender) que las naciones aún existen y que el ciudadano de a pie (taxista, comerciante, asalariado) rechaza a los políticos coludidos con “las fuerzas foráneas”. Un alemán debiera saber eso. ¿Cómo explicar entonces que le hayan impuesto al mileurista griego unas condiciones inaceptables, que vacían de toda legitimidad y contenido al centro político?

Con toda probabilidad las elecciones griegas se repetirán, y el mensaje anti austeridad saldrá reforzado, y así Hollande y Merkel tendrán una muy amena charla en su primer encuentro. Los equipos técnicos de cada lado ya debieran estar acercándose para evitar que a la nueva dracma le sigan nuevas pesetas, nuevos escudos, nuevas liras, y un mundo nuevo, extraño y lleno de peligros.

sábado, 12 de mayo de 2012

Obama dobla la apuesta


El 7 de octubre de 1955 un poeta de 30 años subió al escenario de un tugurio de San Francisco, California. Traía unas hojas mecanografiadas y comenzó a leer con una voz pastosa y dramática ante una sala expectante y repleta de humo:

I have seen the best minds of my generation destroyed
by madness, starving hysterical naked,
draggind themselves through the negro streets at dawn
Looking for an angry fix.


Estaba naciendo algo nuevo, una sensibilidad subterránea que salía rabiosamente a la luz pública. Howl es un grito contra una sociedad conservadora, donde la diferencia era considerada una enfermedad a tratar mediante el electroshock y otras aberraciones. La publicación del poema, en la misma ciudad, dio lugar a un bullado proceso por obscenidad que puso en jaque el alcance real de la libertad de expresión. La libertad para decir y escribir y publicar cosas como:

Who let themselves be fucked in the ass by saintly Motorcylcists, and screamed with joy

Más de medio siglo más tarde, el presidente de EE.UU, en el contexto de su campaña por la reelección, ha dado su apoyo al matrimonio homosexual. No es algo que se vea todos los días. Tampoco un gesto ni remotamente espontáneo sino producto del cálculo electoral, pero que promete sentar una línea de demarcación, un antes y un después en la política occidental. Si Barack Obama es reelegido en noviembre se validará una hipótesis con implicancias de largo plazo, que pocos candidatos podrán obviar.

En ninguna parte del mundo la comunidad homosexual es homogénea ideológicamente. Los hay de derecha o de izquierda, liberales y socialistas, creyentes y ateos. Según el Huffington Post, las encuestas a boca de urna durante las últimas elecciones parlamentarias en EE.UU (2010), 31% de los homosexuales y lesbianas votaron por los republicanos contra un 19% en las presidenciales de 2008. En la última convención del Partido Conservador británico figuraba un delegado travesti que manifestaba, ante las cámaras de The Guardian, su rechazo a la Unión Europea.

La de Obama es, por tanto, una jugada electoral con costos y beneficios que sus asesores han medido con cuidado. Especialmente después del primer rally de campaña en Ohio, donde, según The Guardian, había demasiados asientos vacíos.

La jugada debiera, por lo pronto, galvanizar la campaña del presidente y asentar un golpe difícil de replicar en el campo adversario. ¿Qué Mitt Romney en su propio campo? ¿Prometer la prohibición del aborto? O más aún, ¿quitarle el voto latino a Obama haciendo gestos hacia los emigrantes?

La ingeniería electoral, el afinamiento de los relatos de campaña, es una ciencia y un arte. Es una mezcla de estadística e intuición. Cada categoría sociodemográfica tiene un comportamiento esperado, cada sujeto es una sumatoria de motivaciones, relatos e historiales. ¿Qué harán ahora, por ejemplo, los católicos progresistas como Martin Sheen? ¿Los afroamericanos bautistas como Jesse Jackson? ¿Cuánto pierde y cuánto gana Obama con su inédito gesto, que más encima tiene poco contenido legal puesto que el contrato matrimonial es resorte de los estados y no del gobierno federal?

En sociedades complejas y seculares, uno o dos puntos porcentuales son la diferencia entre el triunfo o la derrota. No se hace campaña por el voto duro (salvo para asegurarlo) sino por los indecisos. Sarkozy, buscó en vano el voto de ultraderecha, pero si hubiese hecho como Obama quizá hubiera puesto en aprietos a Hollande y el 6 de mayo pasado la fiesta hubiera sido en La Concorde y no en la Bastilla.

No es difícil imaginar cómo hubiera reaccionado Gingbserg ante el anuncio de Obama, o su compañero de vida Peter Orlovsky, fallecido hace dos años. En aquella noche de 1955, el poeta terminó su recital con las siguientes palabras:

America this is quite serious
America I’m putting my queer shoulder to the wheel

domingo, 6 de mayo de 2012

Je t’aime, moi non plus


Hace poco volví de Brasil de madrugada. Tomé un taxi y el chofer tenía la radio encendida en la clásica balada erótica de Serge Gainsbourg. Te Amo, yo tampoco. El sol apenas despuntaba en la cordillera cuando los gorjeos orgásmicos de su pareja de entonces, Jane Birkin, llegaron a su clímax. Francia no solo es el país del glamour, la moda, la alta costura y el marqués de Sade.

Siguiendo la terminología de Benedict Anderson, Francia es una de las primeras comunidades imaginadas, la primera construcción discursiva de una nación de iguales, reunidos bajo una misma legalidad y un conjunto simbólico de imágenes y signos. Al punto de defenderlos militarmente.

El impacto de este discurso republicano-secular llegó a todos los rincones del mundo e imantó la voluntad de individuos como mi abuelo materno, un profesor de estado nacido en 1918 y quien, en 1951 viajó a París, la ciudad que no acaba nunca, para estudiar el idioma de la modernidad y del positivismo.

Yo tenía 15 años y cursaba el primer año de secundaria en la Alianza Francesa de Viña de Mar la última vez que Francia cambió de signo presidencial desde el hemisferio derecho al izquierdo. Eso fue hace casi 31 años, tiempo suficiente para un comentario que es también un compendio de recuerdos. Por ejemplo, la enigmática conferencia de José María Navasal, el comentarista de política internacional de Canal 13 en ese entonces, días después del triunfo de François Mitterrand en las urnas.

No recuerdo el detalle de la conferencia; supongo que Navasal venía a darnos argumentos para que no fuésemos estigmatizados como el colegio socialista de la ciudad, y para que no cayésemos en el terror (y el error) de temer la llegada del “caos marxista” a París. Navasal nos dijo que existía ya algo llamado Comunidad Económica Europea, que le imponía a Francia ciertas responsabilidades y compromisos como, por ejemplo, no pasarse a la órbita soviética, la fórmula que los adolescentes de ese entonces debíamos asociar el Mal Absoluto. Francia era Francia, nos aseguró Navasal, y lo seguiría siendo.

François Hollande ha repetido la hazaña de Miterrand prácticamente con el mismo porcentaje de votos, 51% y fracción. Un detalle no menor, considerando la desaparición del Partido Comunista como fuerza relevante del paisaje político. Y esa Comunidad Económica que en 1981 era apenas un proyecto hoy es una unión monetaria en crisis.

Las diferencias entre 1981 y 2012 no terminan ahí. Basta contrastar los debates presidenciales. El debate civilizado y racional entre Miterrand y Giscard d’Estaing, vs el debate agrio y descalificador entre Hollande y Sarkozy. El hecho que en 1981 aún se hablara de “clase trabajadora”, en contraste con los temas dominantes de 2012: “poder adquisitivo” e “inmigración”.

En su discurso como presidente electo Hollande no mencionó una sola vez a Mitterrand. Ni a León Blum, ni a Mendès-France, ni ninguna otra tradición izquierdista. Ni menos a Ángela Merkel, la dominatrix de Europa. A diferencia de Mitterrand, Hollande no subió al podio con un clavel rojo, y dio su discurso de la victoria junto al tándem formado por el tricolor republicano y las 27 estrellas de la Unión Europea. Hollande no trae consigo un programa de nacionalismo económico sino un mandato para enfrentar la ortodoxia liberal, aquella que encarnan Merkel y su vasallo Rajoy, según la cual la crisis europea es responsabilidad de la dadivosidad socialdemócrata y no de la permisividad de los mercados financieros.

Mitterrand intentó tres veces la presidencia y a la cuarta lo logró. Hollande llegó de rebote, tras la caída en desgracia del fauno Strauss-Kahn. Mitterrando era un hombre de la guerra, de Vichy y de la IV República, un paranoico y un micromanager. Un manipulador lleno de dobleces, que escondió durante décadas un cáncer terminal y una hija natural. Hollande es Monsieur Normal. Un funcionario del partido.

Mitterrand llegó con el slogan de cambiar la vida. Hollande llega para conservarla tal como un francés promedio la concibe: salud y educación gratuitas, subsidio de desempleo, etc. Un conservadurismo republicano enajenado por las gestos nuveau riche de su predecesor y por la idea de que el ciudadano debe pagar por los excesos del banquero.

Dicho esto, Francia está atrapada en una dinámica demográfica y social de difícil gestión. No es que Sarkozy haya precisamente reducido el Estado. “Es ahora”, rezaba el slogan de campaña de Hollande. Un ahora dudoso y crispado por la necesidad urgente de financiar, con actividad económica real, esas prestaciones y servicios a los que tienen derecho no solo los ciudadanos franceses, sino todos aquellos que pisan el suelo de la república. La igualdad y la fraternidad son caras, y la libertad tiene un precio concreto. Francia ya no tiene un banco central ni menos la holgura fiscal que le permitió a Mitterrand nacionalizar la banca y la industria pesada. Las ambiciones de Hollande son más modestas: en el fondo son conservadoras.