viernes, 23 de marzo de 2012

Los hombres que no amaban a las mujeres




En EE.UU. los candidatos republicanos atacan Wade vs Roe, la jurisprudencia que legalizó el aborto en 1973. En Argentina se aprueba el aborto terapéutico. En Chile se debate el aborto terapéutico. En Irán una mujer espera ser ejecutada por adulterio. En Marruecos una mujer se suicidó al ser obligada a casarse con su violador. En Arabia Saudita las mujeres son multadas por conducir. En África se practica la mutilación femenina. En Austria un hombre construyó un sótano especial para encerrar a su propia hija y a los nietos-hijos que tuvo con ella.

Las mujeres son objeto de prohibiciones, de normas, políticas publicas, de relatos místicos. Por supuesto, los hombres son también objeto de restricciones, pero no como hombres, esto es, no como cuerpos masculinos. Ninguna ley regula la erección o la eyaculación (precoz, oportuna o estéril).

Muchas mujeres tienen razón en reclamar más mujeres en el debate sobre el aborto. Son sus cuerpos los que protagonizan el hecho. Una de las pocas mujeres en el parlamento chileno, la senadora Von Baer, sintetizó la posición conservadora sobre el tema con una metáfora singular: la mujer presta su cuerpo al embarazo.

El vendaval de críticas que le llovió es lógico, pero pasa por alto que la senadora empleó un término económico: préstamo. Pudo haber dicho arriendo o contrato, y hubiera dado en el punto sin por ello ayudar a su causa. Todo lo contrario porque, ¿qué ocurre cuando las mujeres prestan el cuerpo bajo amenaza? ¿Cuando el préstamo es riesgoso? ¿O cuando es inútil? ¿Cómo es posible que alguien de a préstamo algo propio renunciando a todos sus derechos y aceptando solo obligaciones?

El amor, dirá usted...

Lector, lectora, una montaña de evidencia histórica, antropológica y sociológica lleva a pensar que el amor entre un hombre y una mujer es un evento relativamente tardío en la historia de la evolución. Si los poetas (Virgilio, Shakespeare) lo celebraron fue por su rareza. Este amor de los poetas es peligroso y hasta subversivo.

La cruda verdad es que, hasta hace muy poco (¿doscientos años?), los hombres consideraron a las mujeres como su propiedad antes que como objeto amoroso. Los contratos matrimoniales se celebraban entre hombres. Dos pater familias quienes, junto con acordar el matrimonio de sus hijos, fraguaban junto algún negocio agrícola, inmobiliario o político según el lugar que ocuparan en la escala social.

Muchas mujeres le encuentran más sentido a los relatos místicos y tradicionales sobre sus cuerpos. Muchos hombres también.

Más que el amor romántico, la noción tradicional del cuerpo femenino comenzó a resquebrajarse con la economía capitalista. No fueron Marx ni Rosa Luxemburgo sus bestias negras, sino Adam Smith.

En el siglo XIX las mujeres burguesas se alfabetizaron y ya no necesitaron los conventos para encontrar libros. Las campesinas emigraron a la ciudad y entraron a las fábricas. De bien de capital de los hombres, las mujeres pasaron a ser trabajo asalariado, obrera textil, mecanógrafa de banco, profesora de Estado. Las mujeres burguesas comenzaron a leer poemas y novelas, abrieron salones de discusión. Las mujeres obreras se hicieron sindicalistas y agitadoras, las intelectuales burguesas se movilizaron por el voto. Margaret Sanger, una mujer norteamericana, creó en 1916 una clínica para entregar contracepción gratuita a mujeres pobres. La metieron presa. Pero no por mucho tiempo.

Las mujeres ocupan un rol central en la economía actual, una economía de servicios culturales, simbólicos, servicios de la entretención y del cuidado. Están entrando, de a poco, en los mapas del poder. Si están unidas a un hombre es por un contrato libre, rescindible y negociable. La negociación actual es si el embarazo forma parte o no del contrato. Es extraña la noción de un contrato sin cláusulas de salida, donde una de las partes (las mujeres) cede todos sus derechos a cambio de puros deberes. No hay siquiera que citar a Hitchens para encontrarlo injusto.

Hay una resistencia encarnizada (en la que militan muchas mujeres), a revisar este supuesto contrato o préstamo uterino, siguiendo la metáfora de la senadora Von Baer. Pero tengo la impresión de que tienen la batalla cuesta arriba, cuando no perdida. La economía es más fuerte que el relato místico. Por ahora.

sábado, 3 de marzo de 2012

Dos imágenes





Aysén y Castro, dos imágenes relacionadas de un modo directo y casi siniestro.

Los habitantes de Aysén, una remota ciudad ubicada en la Patagonia chilena, se toman un puente en protesta por el precio de los combustibles. La respuesta gubernamental es básicamente policial.

A algunos kilómetros al norte, una inmobiliaria construye un enorme centro comercial que modifica radicalmente el paisaje natural y el singular urbanismo de Castro, en la isla grande de Chiloé. Son parte del mismo relato: la loca geografía chilena y la imposibilidad de integrarla en un sistema económico y político coherente. La respuesta policial de Aysén se complementa con la respuesta de mercado de Chiloé. El centro comercial se instala en la colina más prominente de la ciudad, antes que el hospital público o el campus universitario, de manera más ostentosa y simbólicamente avasalladora que los sistemas de conocimiento y cuidado de la salud. Incluso más contundente que la tradición representada por la iglesia y la arquitectura patrimonial.
La pregunta obvia que sigue es cómo estas decisiones adquieren una velocidad y una fluidez superiores a la de cualquier bien público. Una velocidad solo inferior la del desplazamiento de las fuerzas especiales para sofocar la revuelta ciudadana de Aysén.

Tiene que ver con la particular combinación sistémica del país. República unitaria donde la única centralización verdadera es la del Ministerio del Interior y su policía militarizada, Chile se ha convertido en un paisaje marcado por un Estado subsidiario y unos gobiernos locales cooptados y supeditados a los intereses inmobiliarios. Como la Rusia zarista, tiene su Siberia, su desierto de los Tártaros y sus ciudades Potemkin. Como el resto de América Latina, tiene una democracia formal y unos mercados distorsionados por la colusión y el tráfico de influencias.

El mall de Castro ha tenido más visibilidad y repercusión (¿gracias a la mitología chilota?), que el de San Antonio, ubicado a apenas cien kilómetros de Santiago, o que los silos que construyó la empresa Agrosuper en esa misma ciudad, a metros de un barrio residencial. La destrucción del borde costero de San Antonio importó menos que el mall de Castro por la simple razón de que, para efectos prácticos, el puerto está más lejos que Chiloé en el imaginario nacional, más aislado espiritual y simbólicamente que Aysén.

Ahora nos toca asistir al levantamiento de centros comerciales y hoteles en toda la loca geografía. En el borde costero de Valparaíso, en Rapa Nui, San Pedro de Atacama y Puerto Natales. Y es normal: no producimos nada aparte de materias primas y paisajes.