sábado, 16 de octubre de 2010

Chilean Style

“El Supremo momento en vivo”, así catalogó un diario estadounidense la liberación de los 33 mineros chilenos desde las entrañas de la tierra. El comentario da cuenta de la violenta alza de rating conseguido por Chile en la economía mediática mundial. Y en la mejor de las condiciones, no por una guerra civil catastrófica ni una toma de rehenes, sino mediante una mezcla edificante de solidaridad, emoción, drama y competencia técnico-política. Decenas de millones de telespectadores, internautas, tuiteros y blogeros ahora saben no solo donde está Chile, cuál es su bandera y cómo se llama su presidente: ¡saben además dónde está Copiapó! Y también que sus ingenieros son de excelencia y sus trabajadores poseen un temple sobrecogedor. Ni ganar un mundial hubiera sido tan redituable.

La pregunta de rigor no es solo si estos cinco minutos de fama internacional permanecerán en el inconsciente colectivo por un tiempo mayor (Hollywood mediante). Ni si el proyecto de una derecha liberal y democrática tendrá una proyección mayor a la del individuo que la encarna hoy, orador deplorable y estratega de respeto. Algunos se han apurado en decir que Chile compró pasajes para el primer mundo gracias a los mineros. Exagerado o no, el comentario apunta a la relación, no del todo estudiada por la ciencia social, entre narrativa, identidad y progreso económico.

¿Se siente el trabajador chileno más valorado hoy que ayer? ¿Está dispuesto a sacrificarse, aplicarse en el trabajo y colaborar en pos de objetivos comunes? ¿Están sus jefes más proclives a la empatía, a respetar las leyes laborales y proveerlos de un entorno mejor y más seguro para trabajar?

El economista Kaushik Basu, de la universidad de Cornell, afirma que los la economía tradicional subvalora el rol de la identidad en la productividad de las personas y que los pobres carecen de “capital de participación”, es decir, del sentido de participar en la sociedad y contar con derechos comparables a los del resto. Pero la correlación entre la performance económica y la identidad es significativa. En este sentido, “Mineros de Chile” ha pasado a ser un slogan de consecuencias impredecibles para un país que obtiene la mitad de sus ingresos por exportación del trabajo de hombres que se sumergen bajo tierra. El gobierno apostó, arriesgó y ganó la partida, pero es poco probable que haya medido las consecuencias políticas y económicas de hacerlo. Ya no serán triviales las negociaciones colectivas, ni la forma de proceder de la pequeña y mediana minería.

Paradojal es también que la crisis y su desenlace feliz se hayan desarrollado en medio del debate parlamentario sobre el royalty minero. No viene al caso, para estos efectos, que la gravamen sea alto o bajo, adecuado o insuficiente. Lo notable son los detalles que salen a la luz con el debate, que los algunos tuiteros recalcaron frente a la indiferencia de los grandes medios: pasó relativamente desapercibido que Pablo Longueira, un epitome de la austeridad gremialista, sea empresario minero, o que otro de la misma tienda, el diputado Carlos Vilches, tenga participación en tres sociedades del rubro: son pequeños mineros y el royalty afecta a los grandes, los que tenían la tecnología y los recursos para salvar a los mineros de la pequeña y precaria minería: la de los socavones infectos y la subcontrataciones abusivas.

Al margen de estos detalles sórdidos (que en rigor solo nos conciernen a nosotros), el mundo entero ha gritado “¡chi-chi-chi!”, incluyendo estas niñitas gringas que algún día nos visitarán, lindas mochileras dispuestas a revivir lo que ya constituye un mito mundial: el chilean style.

jueves, 7 de octubre de 2010

Dilema del Prisionero y Conflicto Mapuche (II)

Siguiendo la aplicación de la teoría de juegos al conflicto mapuche, esbozada en el post anterior, supongamos que los jugadores son dos: uno es un comunero y el otro un terrateniente. El Estado hace de banca y baraja las cartas. Las rojas significan “cooperar” y las negras “no cooperar” (léase mandar al otro a la cresta). Cada jugador sabe su carta pero desconoce la del otro.

Los resultados posibles son cuatro:

a) los dos ganan por cooperar; b) el comunero gana mucho por mandar a la cresta y el terrateniente pierde mucho por cooperar; c) el comunero pierde mucho por cooperar y el terrateniente mucho por mandar a la cresta; y d) Ambos pierden por no cooperar.

Hay, por lo tanto, una tentación por mandar a la cresta al otro, una recompensa por cooperar mutuamente, un castigo por mandarse a la cresta simultáneamente y un “pierde-todo” si se coopera con el abusador.

Estos son los resultados si el juego se realiza una sola vez. Es el dilema del prisionero en su forma básica, donde la tentación de mandar a la cresta rinde más que el premio por la cooperación, el castigo mutuo y, ciertamente, mucho más la opción ingenua de colaborar con el abusador.

¿Pero que pasa si el juego se realiza varias veces, y cada jugador puede cambiar su estrategia en base a lo que hace el otro?

Este experimento de la teoría de juegos, conocido como el dilema del prisionero con iteración, fue realizado a principios de los 80 por el cientista político Robert Axelrod, de la Universidad de Michigan. En vez de una repartición aleatoria de cartas, el juego consistía en elaborar una estrategia evolutiva que respondiera a la del contrincante y maximizara los resultados en una serie finita de vueltas. El experimento reveló que a las estrategias egoístas les iba peor que las cooperativas, o aquellas que al menos tenían una de las siguientes cuatro características:

Fair-play: el comunero o el terrateniente no mandan a la cresta si no en
respuesta al otro.

Retaliación: El optimismo ciego tampoco sirve: siempre cooperar da una ventaja desmedida a la estrategia depredadora. Si me pegan, pego.

Conciliación: Aunque comuneros y terratenientes recurran a la retaliación, en un momento tienen que volver a cooperar si el adversario da señales en ese
sentido.

Cero envidia: no sirve buscar a toda costa un puntaje mayor que el adversario, sino el equilibrio global de la situación.

Volviendo entonces a la metáfora nacional. El terrateniente y el comunero pierden más mandándose a la cresta que cooperando en el largo plazo. Hay una memoria histórica que le dice al mapuche que cooperar con un terrateniente abusador da beneficio cero, y al terrateniente una tentación de abusar porque los pobres indios no cachan nada. La situación ha cambiado, por primera vez desde 1881 (la “pacificación”), ya que los comuneros están dispuestos a esgrimir el garrote y empujar al terrateniente a definirse por una estrategia mixta: seguir abusando o cooperar según el caso.

Si nos remitimos al documental de María Teresa Larrain, fundacional para estos efectos, los comuneros jugaron primero la carta de la cooperación y Juan Agustín Figueroa los mandó a la cresta, como era lógico en su concepción del mundo y de las personas. Se han jugado ya varias partidas, en ese punto de la Araucanía y en muchos más. Los comuneros han recurrido a la única no-cooperación que les queda: no comer. Ante este emplazamiento radical, el Estado se saltó su rol de banca sesgada por el terrateniente y ahora esta cooperando. Falta ver que harán los terratenientes.

Este análisis se puede aplicar a otros conflictos que el Estado chileno (o su clase político-financiera dominante) mantiene hoy en día: La carrera armamentista con Perú o el mar para Bolivia. Esclarecedor, creo.

martes, 5 de octubre de 2010

Conflicto Mapuche y Dilema del Prisionero

En teoría de juegos, se habla de dilema del prisionero cuando dos partes deben optar entre cooperar o privilegiar sus propios intereses. La cooperación da más beneficios, pero implica más riesgos, el egoísmo rinde menos pero parece más seguro.

Hasta el momento, los ríos de tinta que han corrido respecto del conflicto se concentran en lo emocional. El despojo del pueblo mapuche (documentado por la historia, los medios alternativos y las redes sociales) y los daños sufridos por terratenientes y empresas forestales (difundido por la prensa mainstream).

Nadie, que yo sepa (ni siquiera esa analista preclara que es Tere Marinovic), ha aplicado un análisis de teoría de juegos. Lo más cercano es el trabajo de la cineasta María Teresa Larraín en su magnífico documental El Juicio a Pascual Pichún (Chile-Canadá, 2007). Magnífico por su sobriedad, su renuncia a toda estridencia y su compromiso con la deontología de la profesión. Todas las partes involucradas tienen voz: Pascual, comunero mapuche; el terrateniente Juan Agustín Figueroa, y sus respectivas familias. La realizadora encuadra, reúne las piezas, entrega algún contexto y deja al espectador formarse un juicio.

Conocido político, abogado radical y masón, Figueroa reconoce haber recibido una propuesta para compartir el recurso escaso de la zona (tierra), a lo cual “no podía acceder”. Los hermanos Pichún son acusados de recurrir a la violencia para revertir esta situación.

La directora registra el juicio a través de toda la gama de expresiones faciales de las partes y la retórica legal de los abogados. ¿Terrorismo o inquisición? ¿Racismo institucionalizado o Estado de derecho? Los acusados (y el juez) escuchan en silencio el despliegue argumentativo de la fiscalía y de los defensores. Ganan los segundos, pero Figueroa, hombre con llegada a las altas esferas del poder judicial, termina imponiendo sus intereses y enviando al comunero a la cárcel.

¿Gana la familia Figueroa imponiéndose a sus vecinos mediante el poder del Estado, al que tienen un acceso expeditivo? ¿Ganan los mapuches atacando su propiedad y su familia (en el entendido de que sean los autores del ataque)? La llave de la cooperación la tiene Figueroa, pero una llamada telefónica a los ministros de la Corte Suprema le resulta claramente más barata (en el corto plazo, al menos) que sentarse a conversar con sus vecinos.

En este dilema del prisionero el recurso escaso es la tierra, y las 1.800 hectáreas del caudillo radical se ubican en una zona donde la erosión se conjuga con el cultivo del pino radiata por grandes consorcios forestales. Los relatos fundacionales de terratenientes y comuneros operan como espejos que se clausuran, de manera no muy distinta (aunque felizmente menos visceral) que en el Medio Oriente: nosotros llegamos primero, la trabajamos con nuestras manos.
Ni Figueroa ni los comuneros se sienten con la libertad de dejar la tierra, antes verla arruinada que en poder del otro.

Algunos rudimentos de una posible respuesta al dilema estarían en la obra de Elinor Ostrom, cientista política estadounidense y primera mujer en ganar el Premio Nóbel de Economía (de hecho, el primer no-economista en hacerlo). Ostrom se basó en los trabajos de Robert Axelrod (The Emergente of Cooperation among Egoists) y Garret Hardin, para proponer una teoría sobre el uso de los bienes comunes y las instituciones de acción colectiva. Su ambición era proponer una alternativa a los defensores del Estado o de la Privatización para resolver los problemas vinculados a utilización de recursos de uso común, como el agua o la tierra, mediante contratos vinculantes que permitan repartir equitativamente los costos y beneficios.

La ventana de Ostrom, que supera tanto el nihilismo anarquista como el pesimismo liberal, parece plasmarse al final del documental de Larraín. Sobre fondo negro se explica que Aída, hermana de Juan Agustín Figueroa, ha decidido separar aguas de su hermano y trabajar con los comuneros. Eso fue en 2007. Habrá que ver en qué están ahora.