jueves, 31 de marzo de 2011

Alicia en el País

Lewis Carol hubiera sido un gran economista: en su universo literario las matemáticas dan para todo, los puntos cardinales se confunden y subir puede ser equivalente a bajar. Es lo que ocurre con la bonanza que experimentan los países latinoamericanos. Muchos en este lado del mundo (incluyendo a nuestro presidente-empresario y su prensa adicta) viven en la creencia de que lo peor ya pasó y que nos espera otra era dorada del capitalismo financiero. Y no solo ellos: más de un antiimperialista reciclado celebra hoy los flujos Sur-Sur. China es el principal proveedor y acreedor de la antigua potencia imperial, y el comité central de un partido nominalmente comunista tiene hoy el poder para comprar todo el cobre y toda la soja del planeta. Pero, tal como Alicia, de un momento a otro las cosas pueden cambiar de tamaño, o adquirir formas decididamente extravagantes con solo beber la pócima equivocada.

Hagamos un poco de historia. En un tiempo remoto el valor de las cosas se expresaba en oro o en plata, y como estos metales eran riesgosos y difíciles de transportar, se emitían monedas y billetes equivalentes. Comprar y vender era (y sigue siendo) un acto de fe. El gran depositario del oro mundial era Gran Bretaña, la gran potencia colonial, y su moneda la reserva de riqueza del planeta. Pero vino la Primera Guerra Mundial, el fascismo, la Segunda Guerra Mundial y el colapso del sistema capitalista. Sobre montañas de muertos y ciudades arrasadas, las grandes potencias diseñaron un nuevo sistema de basado en el dólar, la nueva moneda hegemónica, que a partir de entonces retuvo la convertibilidad en el dorado y escaso metal. Pero se vio forzada a gastar sumas crecientes para mantener el equilibrio militar de la guerra fría y sufragar gastos sociales para que, en su interior, no estallara una nueva guerra civil. En 1971, Richard Nixon sacó las cuentas, desahució la convertibilidad dólar-oro y, a partir de entonces, el dólar fue simplemente el dólar, expresión omnipresente de la capacidad estadounidense de comprar activos y mercaderías, sobornar políticos y derrocar gobiernos en todo el orbe. Era viable mientras Detroit y Hollywood abastecieran al mundo de autos, maquinaria pesada, remedios y películas. Pero los trabajadores sindicalizados no estaban dispuestos a trabajar barato, la negociación colectiva y la libertad de expresión resultaron un pésimo negocio, y entonces apareció Ronald Reagan con una enorme sonrisa de actorzuelo barato y vendedor de ilusiones. Elegido y reelegido por amplia mayoría, sus gurús hicieron una doble operación a favor de las grandes fortunas de Wall Street: desmantelaron el aparato industrial y se lo llevaron al tercer mundo (para producir a menor costo). No contentos con esto, liberalizaron el sistema financiero, transformándolo en un casino donde todos (el jeque árabe, el dictador sudamericano y el fondo de pensiones japonés) querían apostar. Desde la Roma imperial no se había vivido un espejismo de prosperidad tan hermoso y desvinculado de las leyes de la física: vivir sin producir, consumir sin pagar. Una inmensa economía rentista capaz de emitir deuda externa en su propia moneda, en base a la credibilidad de un simple trozo de papel con una pirámide, un ojo masónico y una declaración de confianza en Dios.

Hoy los ingresos de Facebook, Google, Apple, Microsoft y Twitter sirven para enriquecer al infinito a sus brillantes creadores, pero no para alimentar a 300 millones de estadounidenses. Se visten con zapatillas y ropa hecha en China, disfrutan de la nueva economía en aparatos fabricados en Hangzhou o en Chengdu, y todo ese dinero ganado con el sudor de la frente del chicano, del White trash y (también) del yuppie, se va al otro lado del mundo para devolverse en la forma de deuda pública estadounidense: los sueldos de los funcionarios, los subsidios para los pobres y el material bélico de última generación para que los muchachos sigan cazando talibanes en Afganistán.

Lo dijo Krugman hace pocoen el New York Times: “ellos nos venden productos envenados y nosotros les pagamos con papeles sin valor”.

Esta es la madre de todos los desequilibrios, la gran falla tectónico-monetaria del mundo. Es la soterrada guerra entre un dólar exhausto y un yuan que espera, con la infinita paciencia de Confucio, para dar la estocada final. Los liberales de Washington despotrican contra el tramposo manejo cambiario de sus socios comerciales de piel amarilla y modales bruscos, pero entierran sus convicciones cuando estos intentan comprar alguna gran empresa estadounidense de petróleo o alta tecnología. Como ya no tienen dinero para defenderse, lo imprimen y lo regalan a tasas de interés cero.
Pero la desvalorización del dólar es un problema mayúsculo, por la simple razón de que no hay nada que lo sustituya: el euro podría colapsar el año que viene (24 países sin otro liderazgo que la odiosa Angela Merkel), el terremoteado yen también envejece y el joven yuan no está apurado en tomar el liderazgo hasta que los demás se rindan. Fondos de pensión, aseguradoras y países enteros (además de los especuladores) se han quedado sin otra alternativa de inversión que las materias primas de la generosa Pachamama, alimento de las generaciones futuras. Este es el otro hijo putativo del dólar débil, que se pasea por las calles de Sao Paulo, Santiago, Lima y Bogotá en forma de turismo, consumo suntuario y proyectos inmobiliarios. Futuros de soja, cacao y cobre, precios exorbitantes por el trigo y el maíz. Un hermoso IMACEC en Chile, un Bovespa que no para, populismo subsidiario en Buenos Aires.

La pregunta es cuánto durará.

Tal vez hasta que una revolución consumista y ciudadana derroque a los jerarcas comunistas chinos, o la derecha cristiana llegue al poder el Washington y declare su derecho inalienable a las armas de destrucción masiva, la inconvertibilidad del dólar y la caducidad de la deuda exerna. O puede que la respuesta sea lo que la Reina Blanca le dice a Alicia, arrastrándola a altas velocidades por el País de las Maravillas: “Tienes que correr el doble para estar en el mismo lugar”.

3 comentarios:

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  2. Economista, una preguntita:
    Si los chilenos compramos / vendemos propiedades y pagamos seguros, entre otras muchísimas cosas, en una moneda indexada a la inflación (UF), pero sin expresión material en metal o papel ¿Por qué los gringos no hacen lo mismo si en Chicago idearon al UF? Las evaluaciones de proyectos serían más certeras, las deudas serían más fáciles de calcular, mucha gente dejaría de atraparse los dedos en la trampa de la inflación o la deflación (cuando la UF baja, por deflación, las isapres cobran menos, los dividendos de créditos en UF se alivianan). Entonces, por qué no practican lo que nos predicaron. Otra: ¿los Derechos Especiales de Giro del Banco mundial no son una experiencia parecida a la UF? ¿Por que no se pactan deudas internacionales en DEG?
    atte,

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  3. Estimado, la UF es hija de Eduardo Frei Montalva, quien firmó el decreto de su creación en 1967, en épocas en que la inflación chilena era de 2 dígitos. La idea era darle estabilidad a los préstamos hipotecarios. ¿Por qué los gringos no lo usan? Imagino que porque salvo 1973 y 1980 nunca han tenido grandes sobresaltos inflacionarios. Hoy menos que nunca... Los DEG, en cambio, son monedas de cuenta y se creó por esa misma época para reemplazar el oro en transacciones internacionales, una moneda sintética hecha de otras monedas... Para el tema de las soluciones monetarias internacionales, te recomiendo leer al economista belga Bernard Litaer, una de las principales autoridades mundiales en la materia y cuya obra ya comentaremos en estas páginas

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