La economía, o más bien los economistas, son muy proclives a hacer aseveraciones seudocientíficas, soportadas en complejas regresiones y cálculos econométricos para ir en apoyo de la ideología del poder corporativo. Uno de los más conocidos es que el salario mínimo produce desempleo y perjudica a los trabajadores jóvenes y menos calificados y a las Pymes. Un poco de historia: el concepto de salario mínimo fue incubado en Australia a fines del siglo XIX. Eran salarios mínimos sectoriales y, poco después Nueva Zelanda creó un salario mínimo nacional. Que se sepa, ni los trabajadores de la lana eran particularmente cañificados (sí muy sindicalizados), ni el mecanismo perjudicó el avance de estas dos naciones hacia el desarrollo económico: hoy nos superan en todo.
Y claro, la oferta y la demanda de trabajo no son únicas, se comportan de manera diferente por sector y de acuerdo al ciclo económico, el drama de las pymes es no tener acceso al crédito, etc. Por eso resulta tan pertinente para todos (y rentable para sus impulsores), lo que hace Steven Leavitt, aquí analizado por Pablo Tromben.
Pero sigamos con los mitos. Que liberalizar el sector financiero iba a mejorar la asignación de recursos, favoreciendo los mejores proyectos. Que levantar las trabas a la construcción iba a abaratar el precio de la vivienda. Combinadas, estas dos caras de la misma moneda (devaluada) produjeron un entuerto del que ni Europa ni EE.UU parecen capaces de salir. Es que el tamaño de los swaps y derivados financieros llegó a adquirir tal magnitud, los incentivos tan perversos y equívocos, que hoy hacer adelgazar a cerditos es sinónimo de sangre, sudor y lágrimas, especialmente para de cuatro Europeos (Portugal Ireland Italy Greece & Spain) y un gran cerdo de Kentucky, cuya casita subprime se desmoronó con el viento.
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